Todos recordamos con cariño Mad Max (George Miller, 1979), aquel western futurista postapocalíptico que se ganó un hueco en la memoria de los hijos de los ochenta gracias a su particular estética. Inspirándose tanto en los problemas de abastecimiento acaecidos durante la crisis de petróleo de 1973 como en los terribles accidentes que un ex-médico como Miller presenció en las urgencias del hospital de Victoria, el director y guionista empleó poco más de un millón y medio de dólares y la ayuda de sus amigos Byron Kennedy y James McCausland para hacer realidad su visión.

El fracaso en la taquilla norteamericana (no a nivel mundial, con una recaudación de más de 100 millones de dólares) no impediría que Max Rockatansky y su Interceptor (versión modificada de un modelo de Ford que únicamente se vendió en territorio australiano) se convirtiesen en iconos mundiales instantáneos. Policía vacío emocionalmente hablando (al menos en apariencia), víctima de su terrible pasado y con un estilo de vestimenta que influiría en grupos de la trascendencia de Duran Duran, un bisoño Mel Gibson se puso eficazmente bajo su chaqueta de cuero. Momentos tan brutales como la elección que Max le impone a Johnny el Niño no se borrarían con facilidad de nuestras cabezas…

Con todo, tanto la obra original como sus dos continuaciones resisten mucho mejor apoltronadas en nuestro imaginario particular que a la hora de acometer los pertinentes revisionados. El propio Miller lo sabía, y decidió regalarnos una gloriosa reinvención 36 años después: un impecable ejercicio de cine de acción que entusiasmó a crítica (triunfadora en los Critic´s Choice Awards) y público.

Porque nadie mejor que el propio autor para reimaginar su creación.




Mad Max: Fury Road es una salvaje orgía de frenetismo, 2 horas adrenalíticas que dejan al espectador sin resuello y lo aferran con poderío a su particular mundo, uno tintado de sangre, petróleo, ruido, polvo y velocidad. El Max de Tom Hardy (aún más parco en palabras que el original de Gibson) transmite su desesperanza y salvajismo sin necesidad de abrir la boca, ni siquiera cuando se le libera de esa brutal máscara inherente a su condición de esclavo-bolsa de sangre. Escenas como aquella en la que le vemos limpiarse un rostro invadido por el fluido rojo dicen mucho más que el más espléndido de los soliloquios, máxime cuando reparamos en que la sangre no es suya…

«Hope is a mistake».

Pero no es Max el protagonista principal de la agitada historia: esa reponsabilidad recaerá sobre Imperator Furiosa, la soldado aparentemente bajo el mando del villano Immortan Joe. Charlize Theron da vida a una libertadora magnética, cuyo liderazgo moral y práctico será patente durante toda la película y acabará arrastrando al propio Max a su causa.

En una era en la que los remakes vergonzantes y absolutamente innecesarios inundan las carteleras, fruto de la sequía de ideas imperante en el ecosistema de las grandes superproducciones, el veterano Miller sacó a Max del baúl de los recuerdos para dejarnos un poderoso ejemplo. Y, de paso, un fenomenal homenaje a los westerns clásicos y al inmortal John Ford, nítidamente apreciable en esos combates sobre los vehículos tan magistralmente filmados y coreografiados.

Una obra que ya habita en el Valhalla de su género.

@Juanlu_num7

 

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