Con un estilo sobrio en la dirección y montaje sin grandes alardes, casi invisible y usando lo justo escenas crueles, violentas, Pequeño país cuenta la historia de Gabriel (Djibril Vancoppenolle), un niño de diez años que se pasa el día con sus amigos en las calles de Buyumbura, Burundi, un escenario propicio a todo tipo de aventuras: robar mangos en los jardines, fumar a escondidas, bañarse en el río al atardecer… El sueño de cualquier niño.
Un paraíso para el pequeño Gabriel y su hermana menor, Ana (Dayla De Medina) que empieza a resquebrajarse con la separación de sus padres (el empresario belga Michel, interpretado por Jean-Paul Rouve, (a quien pudimos ver en la estupenda película Volando juntos) y su mujer Yvonne, de la etnia tutsi, interpretada por Isabelle Kabano) para, al poco tiempo, romperse en mil pedazos con el estallido de la guerra civil de 1993 en la vecina Ruanda.
Dirigida por el francés Eric Barbier, en esta adaptación del fenómeno editorial con más de setecientos mil ejemplares vendidos y traducido a treinta idiomas, Petit Pays (Pequeño País), del escritor y cantante Gaël Faye, lo que menos cuenta es precisamente la técnica narrativa sino el qué se cuenta. El mensaje. Salvo en contadas ocasiones donde se nos dirige la mirada por la calle vacía, con restos de violencia y cadáveres por el suelo, o nos colocan en la mirada de Gabriel cuando le obligan a matar a otro joven de la etnia rival, la guerra se ve y se escucha en un segundo plano.
Lo que de verdad importa es el proceso en el que los dos hermanos, Gabriel y Ana, junto a sus amigos, van descubriendo la cruda realidad de un absurdo e inmisericorde conflicto y cómo tratan de escudarse del infierno que les rodea.
Para Gabriel, la profesora de la humilde escuela simboliza un gran refugio. Esas secuencias que permiten relajarnos, evocando una vez más ese paraíso de la infancia, Gabriel ayuda a su profesora a cuidar de un pájaro que se le ha colado en casa ella le da libros con los que, al menos momentáneamente, puede escapar. Simbólicamente, uno de esos libros es Colmillo blanco, de Jack London, que trata sobre la supervivencia de un joven perro de trineo que debe valerse por sí mismo, aprendiendo a ser fuerte, en un entorno salvaje a la vez que libre como es Alaska.
Los libros y los animales, una vez más, como fértil vía de escape. Cuando Gabriel está dando de comer al malherido pájaro me recuerda a la brillante serie Los Durrell, por cómo el hijo menor, Gerry, queda fascinado por los animales que encuentra en la isla griega de Corfú y que le sirven para evadirse de los problemas que envuelven a su familia, viviendo sus propias aventuras.
La película, que Sherlock Films estrena este viernes 21 de mayo, nos incide además en cómo la violencia extrema como es la guerra puede transformar a la gente, convirtiéndola en asesinos de quienes antes eran amigos, compañeros de trabajo, vecinos e incluso familiares. O dejarlas en un profundo shock del que es casi imposible recuperarse. Por muy manida que estén estas palabras, no dejan de asustar, de ser algo que no deberíamos olvidar. Por eso, cada cierto tiempo viene bien recordarlas.
Este conflicto nos puede resultar lejano, pero es precisamente eso lo que hace muy necesario su visionado en colegios o institutos. Para intentar que conflictos y genocidios así vuelvan a repetirse.
En definitiva, Pequeño País es una película dura, que sin embargo exhuma gran sensibilidad, y un continúo carrusel de emociones diferentes, alternando crudeza, ternura y ese sentimiento nostálgico de la infancia perdida (en este caso arrebatada).
Dura, pero, insisto, necesaria.
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