<<No odies a los rusos, compadece a sus ciudadanos pues pasan las mismas penurias y escaseces que nosotros. Repudia a sus dirigentes, pero no a los civiles, oprimidos y faltos de la verdad>>.

Fueron palabras de mi padre antes de empuñar el fusil para defender su tierra, su libertad, su historia y su honor.

No hemos vuelto a verle, pero el cálido y fraternal abrazo que nos dio a mi hermana, a mi madre y a mí en la abarrotada estación de tren sigue sin abandonarnos. No lo olvidamos, como tampoco se nos borrarían sus palabras, pronunciadas tras el último beso que nos dio a los tres.

Si en ese duro y muy emotivo día de la despedida, suspiros y llantos se oían por doquier, ahora en el refugio, era el silencio, suaves llantos y las bombas, algunas más cercanas que otras, pero sobrecogedoras por igual, es lo que oímos la mayor parte del tiempo.

Rompe esta triste monotonía el intercambio de novedades cuando alguna autoridad nos da nuevas órdenes o algún vecino de camastro improvisado se entera de noticias sobre la cruenta y cobarde guerra.

Nuestros espacios de juego, si hasta hace poco eran nuestros cuartos, el patio del colegio o el parque y la calle, pasaron a ser durante unos días pútridos rincones de una estación de metro, que se resistía a perder su elegancia, orgullo del rápido avance a la modernidad de Ucrania. Ahora compartimos juegos y llantos, miedos y pequeñas alegrías con niños que, sin haberles visto nunca, habían pasado a ser mejores amigos sustituyendo, aunque sin olvidarles, a los que forzosamente nos habían arrebatado en un terreno de Polonia, huidos como nosotros a otros países. A pesar de ser un nuevo sitio para explorar, debido a la cercanía de las bombas, un escalofriante sonido que nos daba más miedo que cualquier monstruo de los que solían visitarnos cuando de día nada temíamos, apenas nos dejaban alejarnos unos metros de las cuatro paredes que nos refugiaban. Al menos, durante los periodos de calma tensa, éramos aventureros en tierras extrañas en busca de tesoros que traer de vuelta a nuestros hogares, para enseñar a nuestros hijos y nietos.

Un balón, un cómic nuevo, ir al cine con los amigos, muñecas o superhéroes con sus respectivos accesorios y, en el caso de mi hermana y el mío las espadas con las que entrenábamos entre el griterío risas y los maestros tratando de calmarnos y enseñarnos algo en el club de esgrima eran lo que más alegría nos daban al terminar las clases, para desfogarnos y sentirnos libres.

Estos funestos días de 2022, entre el invierno y la primavera, un trozo de pan, leche, fruta o galletas son motivos para sonreír con franqueza. Vernos sonreír animaba el ambiente y daba esperanzas, por lo que muchos adultos nos daban parte de sus escasas raciones a cambio de este gesto, tan vital y sin embargo tan ingenuo, por desgracia, muchas veces.

Aguantábamos todos estoicamente, queriendo pensar, creer más bien, que, tras esta vergüenza quebrantadora de nuestra inocencia, nos traería a su conclusión esperanzas y un prolífico tiempo de entendimiento, progreso y estabilidad rindiendo, eso sí, homenaje año tras año a los caídos en esta infame guerra para que las futuras generaciones, en Europa y otros lugares, siempre recordaran el oscuro, abyecto, inhumano sin sentido de la guerra.

Padres, madres, hermanos, amigos, novios y novias que, de una manera u otra, directa o indirectamente, en el frente, repartiendo comida, haciendo barricadas o ropa, apoyaron la defensa de Ucrania y dieron valerosamente su vida.

Recordaremos a todos ellos y a los que apoyaron desde fuera, sin un ápice de odio hacia el hermano ruso como quería nuestro padre, quien, queremos pensar, sufre matando a los soldados invasores, engañados y obligados. Inutilizando tanques, derribando aviones. Instrumentos del mal y generadores de odio, por desgracia difícil de erradicar una vez enraizado entre pueblos. Pueblos hermanados, en este caso.

Ansiábamos volver a oír el trinar de los pájaros, el claxon de los coches, oler las flores en las excursiones al campo, los gritos de júbilo o de rabia en las victorias o derrotas deportivas, viendo como los contrincantes se dan la mano en buena lid terminado el juego.

Quisimos pensar que si huíamos, como tantos compatriotas, algún día podríamos volver a nuestra tierra, una libre, fructífera y pacífica Ucrania resurgida gracias a la sangre, sudor y lágrimas de tantos valientes.

 

Eduardo Sainz de Vicuña Lapetra

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