Un pueblo y su rey bien podría ser un documental por la fidelidad y rigor histórico (con sus dosis necesarias de ficción en cuanto a las tramas personales) con la que trata la Revolución Francesa.

El filme es un poético relato construido a base de un magistral uso de la fotografía y los encuadres, destacando la escena en la que el pueblo toma La Bastilla y derrumba una de sus torres, permitiendo el paso de la luz del Sol a las casas próximas a la gran prisión o el cierre de los grandes ventanales de Versalles cuando la familia real abandona el inmenso palacio. Un relato importante no solo para Francia, sino para la historia universal por todo lo que implica, aun mu vigente, y los hechos inmediatamente posteriores, desencadenantes de la historia de Occidente en los siglos XIX y XX.

Se trata, por tanto, de una enseñanza, una master class de Historia, una de esas películas que deberían ser de visionado obligado en colegios y Facultades de Historia y Ciencias Políticas. Una vez más, el cine como herramienta de divulgación no solo cultural.




En este caso, el relato firmado por Pierre Schoeller (ganador del César, el premio de la Academia Francesa de Cine, por El ejercicio del poder) hace un alegato sobre cómo los extremos son perversos, sino siempre, casi, y cómo hay que saber frenar toda revolución para que ésta, o mejor dicho los nobles ideales que la impulsaron, triunfe.

El mérito de esta superproducción épica e histórica sobre una época convulsa, llena de contraste entre el barroco y lo medievo, no solo lo tiene Pierre Schoeller, obviamente. El equipo técnico y artístico, encabezado éste por Gaspard Ulliel y Adèle Haenel  (ambos ganadores dos veces del César), Louis Garrel (otro ganador del César) y Laurent Lafitte, nominado al César, han hecho una labor encomiable a la que es difícil poner un pero. Recomiendo verla en una buena sala de cine, con butacas cómodas y, sobre todo, buena calidad de proyección y sonido.

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