Para su retorno al género bélico tras Jarhead (2005), Sam Mendes decidió priorizar el virtuosismo técnico, simulando un falso plano secuencia de 119 minutos de duración (alarde de filmación pocas veces visto con anterioridad a este nivel) a costa de un guión postrado ante las concesiones que demandaba la planificación del rodaje. Inspirada en las historias que su abuelo (testigo en primera persona de la I Guerra Mundial) narraba a Mendes, la trama nos plantea una misión encargada a dos soldados británicos en el norte de Francia, con la cámara acompañándoles de forma permanente como tercer integrante de la aventura. Pero la llamativa apuesta por ese eterno plano secuencia tiene efectos negativos sobre la carga dramática de la narración, dejando a los personajes secundarios en meros hitos presentes en el camino (a la manera de los NPCs de un videojuego), y al bando enemigo directamente en la incomparecencia.

Carcasas sin alma debido al nulo desarrollo.

Todos los derechos reservados a Dreamworks.

Toda la maestría a nivel de dirección, sumada a la colosal fotografía de Roger Deakins y a la banda sonora de Thomas Newman, dibujan un sobresaliente a nivel técnico para un espectáculo frío, desangelado en lo narrativo y que nunca llega a lograr que el espectador empatice con sus personajes (ni siquiera con su protagonista, solventemente interpretado por George MacKay). Y por ahí parece algo discutible la concesión de ese Globo de Oro a Mejor Película Dramática.

Un prodigioso armazón que pasará a la historia por su vaina, pero que no logra camuflar su oquedad interna.

@Juanlu_num7

 

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