Comenzaré catalogando El Hijo de Saúl como una obra necesaria. El húngaro László Nemes se propone arrojarnos a la cara el día a día en el campo de concentración de Auschwitz de la manera mas cruda y realista posible, y a ello encamina todos sus recursos formales y narrativos, sobre todo los de carácter más indirecto: la muerte se nos muestra visualmente borrosa, pero en todo su tétrico y caótico esplendor si nos referimos al aspecto sonoro. Un viaje de ida y vuelta al infierno, a uno muy alejado de las moralinas y dogmatismos teológicos…
Porque este infierno tuvo lugar en nuestro planeta, en nuestro continente, perpetrado por nuestra propia raza contra nuestra propia raza y hace apenas un puñado de decenios. Y ello demanda una reflexión permanente y plenamente vigente. La recurrente vergüenza del ser humano, elevada a la máxima potencia.
Construida desde inteligentes primeros planos, buscando siempre el mayor grado de implicación por parte del espectador, la película navega por ese epítome repulsivo de demencia e inhumanidad que fueron las cámaras de gas. En una de ellas está destinado el Sonnerkommando al que pertenece Saúl, y a través de sus ojos presenciaremos el engaño y la barbarie, una rutina de crueldad en grado sumo que asola sin piedad todos y cada uno de los recovecos de nuestras mentes. La obra transita entre la denuncia necesaria y un tratado acerca de la asombrosa capacidad de adaptación del ser humano. Para salir adelante en uno de los entornos más terribles imaginables, Saúl opta por una radical forma de evasión: encontrar un objetivo vital que le permita, a duras penas, ir arrancando hojas del calendario. Un ejercicio de desconexión mental para evitar (o aplazar, al menos) la destrucción propia, y de paso aspirar a una mentirosa redención contra el pecado de formar parte de tamaña locura.
«Lo que ha sucedido es un aviso. Olvidarlo es un delito. Fue posible que todo eso sucediera y sigue siendo posible que en cualquier momento vuelva a suceder.»
La cita anterior de Karl Jaspers ejemplifica el carácter necesario con el que abríamos el texto. Frente a obras como La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), El hijo de Saúl esgrime una dureza hiperrealista que no puede dejarnos indiferentes.
Porque en ese hiperrealismo anida lo verdaderamente terrorífico de su mensaje.
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